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EDITORES / GUILLERMO SANDOVAL G / M ROCÍO SÁNCHEZ B

“La Revolución Francesa aún no ha concluido”. Debate entre Laurent Joffrin y Alexis Corbière

Alexis Corbière: Con ocasión del bicentenario de la Revolución Francesa, en 1989, una escuela histórica, representada por François Furet – y en buena medida defendida por su semanario- quiso establecer una cesura en la Revolución, distinguiendo entre 1789 y los años luminosos de los comienzos, y el Año II, el del Terror y las grandes matanzas. Yo cuestiono esta visión de las cosas. Para mí, hay de 1789 al verano de 1794, un continuum, una dinámica de acontecimientos que crean una coherencia. La Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 dice cosas extraordinarias.  También la de 1793, que precisa bien puntas que habían quedado en suspenso en la primera. Resulta artificial e ideológicamente marcado introducir un corte entre los nobles ideales liberales y lo que sería un deslizamiento hacia la violencia, el cual, tal como afirmaba Furet, anunciaría los totalitarismos.

¿Habría pues que tener estima por el año de 1793?

A.C.: ¡Desde luego que sí! 1793 es el corazón de la Gran Revolución, de la que todos nosotros somos hijos. Por primera vez en la Historia del mundo, un vuelco permite una ruptura con siglos de monarquía para lograr la expresión de la soberanía popular. Cierto es que existen anteriormente los ejemplos inglés y norteamericano, pero el modelo francés es más avanzado, pues señala irrupción de la voluntad popular. Cuando Robespierre empezó a hablar de derechos del pueblo, se burlaron de él y lo tildaron de “populómano”. A partir de entonces, hay quienes difunden una lectura “populófoba” del periodo, considerando a ese pueblo activo como una amenaza permanente. Un error.

Laurent Joffrin: Estoy de acuerdo con lo que se acaba de decir…¡casi que con una excepción! Tal como afirmó Hegel –algo retomado por otra parte por Furet- la Revolución Francesa es un amanecer. Por vez primera, los hombres deciden gobernarse ellos mismos y se proclaman iguales en derechos. Dos puntos que marcan una ruptura fundamental. En lo que a esto respecta, la Revolución Francesa no ha concluido. Ha proclamado este ideal que no siempre se ha conseguido. Se busca todavía la verdadera libertad, la verdadera igualdad y –algo todavía más difícil de encontrar- la fraternidad. Estamos de acuerdo. La oposición entre el 89 y el 93 no se tiene en pie. Desde que en abril de 1792 -¡contra el parecer de Robespierre, por otro lado!- los girondinos declaran la guerra, eso entraña una amenaza constante a la Revolución. Hace falta, pues, que esta se defienda y que lo haga en contra de dos peligros, la guerra que libran las tropas extranjeras y la guerra interior, sobre todo en la Vendée. En ese momento, se hizo necesario tomar medidas de excepción, como han hecho posteriormente las democracias cuando se han visto atacadas. 

Es verdad asimismo que la Revolución marca la irrupción del pueblo en la Historia. Asienta en primer lugar el triunfo de la burguesía que quiere emanciparse y promueve un régimen liberal, en el sentido completo del término, portador de las libertades de prensa, de conciencia, etc. 

Luego, debido a la presión de los “sans-culottes”, se alumbra una voluntad social que da a luz principios que son todavía los nuestros, la voluntad de acudir en auxilio de las clases desfavorecidas, la necesidad de que el Estado intervenga para sostener la economía…

Yo asumo esta herencia hasta 1793. Mi desacuerdo viene un poco más tarde, en el momento en que la Revolución comienza a prevalecer, en la primavera de 1794. A partir de entonces, el Terror ya no se justifica. Robespierre, se ha dicho, estaba entonces “agobiado por las victorias”. Los ejércitos franceses se imponían, el régimen de excepción ya no tenía justificación. Danton, un revolucionario tan auténtico como el “Incorruptible”, sostenía esta idea. Tenía razón.

La Revolución no es por tanto un “bloque”, como sostenía Clemenceau…

L.J.: No, hace falta reflexionar sobre lo que pasa desde principios de 1794 al 9 de Termidor [que señala la caída de Robespierre y el fin del Terror]. Este periodo es de hecho el modelo de todas las dictaduras de izquierda que han concluido en negación o catástrofe. No es por casualidad que Lenin y sus amigos, o los partidos comunistas en general, tengan como modelo a Robespierre y compartan la idea de que hacía falta sembrar el terror entre los “enemigos de clase”.

Pensemos en la fórmula pronunciada por Danton justo antes de ser guillotinado, después de lo que hoy llamaríamos un proceso estalinista: “¡Robespierre, el que me sigue eres tú!”. Esto significa una cosa precisa: cuando se produce un vuelco hacia la violencia, resulta muy difícil salir de ella. Dialéctica clásica del fin y los medios. Cuando se emplean los medios del Terror, el fin se corrompe, pues no puede detenerse el movimiento de la violencia. Esto es, por otra parte, lo que ha perdido a Robespierre. A finales de julio de 1794, en lugar de anunciar que detiene el Terror, afirma que todavía quedan otros que van a ser guillotinados. Luego, una parte de sus propios partidarios le detiene y decide su ejecución. Ese proceso de violencia imparable es el que ha funcionado en la última fase de la Revolución Francesa, en la mayor parte de las dictaduras comunistas y sigue operando, aunque de manera menos violenta, en Venezuela o Nicaragua.    

A.C.: ¡Qué caricatura grosera y anacrónica, querido Laurent Joffrin! Y para ser un hombre que se reivindica de izquierdas, ya razona usted a la inversa de Jean Jaurès: “Estoy con Robespierre y es a su lado donde voy a sentarme con los jacobinos”. La idea, retomada por los reaccionarios, que hace de Robespierre un precursor de Lenin, a saber, un pequeño Stalin de Artois ¡resulta ridícula! Robespierre jamás ha sido un dictador que decide él solo, así que su razonamiento es falso. Hasta su muerte en 1794, es miembro de un Comité de Salud Pública elegido todos los meses, y no es más que uno entre doce. A veces tiene influencia sobre el grupo, y a veces, no. Después, esta gente hace ante todo la guerra, y eso lo cambia todo. Cuando la Convención de la Montaña produce una Constitución magnífica [la Constitución del 24 de junio de 1973, llamada del Año I], deciden colectivamente no aplicarla antes de la paz.

En esas circunstancias, el pueblo, inquieto por su supervivencia y su propia existencia, será a veces implacable. Pensemos en las matanzas de septiembre de 1792, que se han producido porque los ejércitos extranjeros han invadido el país, ejecutan y amenazan, por tanto, a la nación. Como reacción, la gente aterrada se lanza a las prisiones para matar a quienes considera traidores que, según cree, ayudan a los invasores. A consecuencia de todo esto es cuando Danton –y no Robespierre- instituye el Tribunal Revolucionario con el fin de canalizar esta violencia: “Seamos terribles”, declara, “para evitar que el pueblo lo sea”. Igualmente, la ley sobre sospechosos es un acto de la Convención apoyado por Danton. Echar todo eso sobre los hombros de Robespierre es una invención a posteriori, elaborada por los [Jean-Baptiste] Carrier y los [Joseph] Fouché, auténticas bestias que han sido ellos mismos atroces represores y que querían encontrar un chivo expiatorio para blanquearse tras el golpe.   

Los años 1793-94 han sido escenario de arreglos de cuentas políticos ¿Devoró la Revolución a sus hijos?

A.C.: Yo insisto, la violencia estaba por doquier, de modo permanente. Contrariamente a lo que se ha dicho, la contrarrevolución es todavía potente, hasta en 1794 y después. Los girondinos, a menudo presentados como dulces demócratas, como el ministro Roland, por ejemplo, ¡han ejercido una represión violenta y no han dejado de aplastar en sangre las manifestaciones populares!

Pero, sobre todo, no le colguemos a la Revolución Francesa desacuerdos aparecidos más tarde en el seno del a izquierda con la Revolución Rusa de 1917 y su degeneración estalinista. Esta lectura es anacrónica y peligrosa por la conclusión que implica. Toda revolución conduciría a la violencia, y por lo tanto haría falta estar contra la revolución o ponerle fin muy rápidamente.

Pero si se hace que se deteste la Revolución, entonces, mecánicamente, se hace que se deteste la República, de la que aquella ha sido, no obstante, fundadora.

L.A.: ¡Yo jamás he dicho eso! ¡Me atribuye usted tesis que no son las mías! He dicho y repito que la Revolución marca una ruptura fundamental y que las circunstancias del momento explicarían algunos de sus desbordamientos, aun cuando no sean todos excusables. Los procesos inicuos, los sospechosos a los que se guillotinaba por la simple denuncia de un vecino, las espantosas matanzas de la Vendée, ¡no se puede asumir eso! Hasta 1792, se entiende, Robespierre es un hombre de la libertad. Defiende los derechos de la prensa, el sufragio universal, el auxilio a los indigentes y lucha por la abolición de la esclavitud.

El momento que nos separa es lo que pasa en 1794, el momento en que la Revolución recupera la iniciativa. En esa época, los "indulgentes" (Danton, Camille Desmoulins...) hacen campaña para volver a una sociedad libre. Robespierre quiere seguir adelante. Ahí es donde yo lo incrimino. Intenta con el Ser Supremo imponer una religión civil y hace redoblar la represión. Sus opositores han comprendido que le movía la temeridad y que no se detendría. Esa primavera de 1794 es el modelo del fracaso de buen número de revoluciones que utilizan la violencia para imponer una sociedad nueva. Volvemos a encontrar ahí el fondo del debate que opuso a los socialdemócratas y a los comunistas: hay que releer la requisitoria de Blum contra los bolcheviques en el congreso de Tours. Los primeros han defendido que no hacía falta salir del marco de las libertades públicas, los segundos han instaurado una de las peores tiranías de la historia. De ahí la superioridad de la estrategia reformista sobre la mística de la ruptura, que conduce con mayor frecuencia a la violencia y al fracaso. "El fin no es nada, el movimiento lo es todo", afirmaba Eduard Bernstein, el gran pensador de la socialdemocracia alemana.

A comienzos de 1793, la mayoría de la Convención es girondina. En junio de 1793, esta mayoría cambia, pues los “sans-culottes” apuntan sus cañones hacia la Asamblea y detienen por la fuerza a una partida de girondinos. ¿Dónde queda aquí el respeto de la soberanía popular y de la democracia?   

A.C.: ¡Soy contrario a la violencia contra los diputados, se lo aseguro! Pero, en lo que se refiere a este episodio, recordemos el contexto. Tenemos a las puertas a los invasores armados, hay por doquier noticias falsas, rumores de complot, la gente tiene, por lo tanto, miedo, y a los jefes girondinos se les ocurre la curiosa idea ¡de amenazar al pueblo parisino con una terrible venganza si se subleva de nuevo!

Pese a todo, y es para mí la cuestión esencial, los derechos avanzan. Véase lo que la logra llevar a cabo la Convención. Se ha mencionado la primera abolición de la esclavitud, el 4 de febrero de 1794. Pero se puede también recordar la primera ley de educación en 1793, el borrador de un Estado social, una Constitución que asigna un gran poder a los comunes. Contrariamente a lo que se cree, los de la Montaña son descentralizadores. La centralización llega con Napoleón. Ha evocado usted el culto cívico al Ser Supremo, tan criticado. Pero no es otra religión, no se opone a las creencias. Trata, de forma a la vez ingenua y grandilocuente, de establecer un culto republicano común a todos, el cual, al mismo tiempo, respeta todas las creencias. Se trata, pese a las apariencias, de los balbuceos de la laicidad.

¿De qué manera puede la Revolución Francesa proporcionarnos una plantilla para leer los disturbios de principios del mes de julio?

A.C.: Si la Revolución Francesa no está por doquier cada vez que los ciudadanos luchan por la justicia, tampoco queda lejos. Yo no soy partidario de disturbios, aun cuando recuse el término en el presente caso. Pero quiero comprender el surgimiento de la indignación tras la muerte del joven Nahel por los disparos de un policía. Y sobre todo no ocultar la cuestión principal, que concierne a la policía. ¿Qué sucede en ese gran cuerpo del Estado para que las relaciones se hayan degradado a tal punto con la juventud de los barrios periurbanos?

L.J.: Los disturbios pueden, ciertamente, comprenderse por los errores de la policía y las injustas condiciones de los jóvenes de las ciudades. Pero nos engañamos si a estas destrucciones nihilistas se les cuelga el término de “revueltas populares”. Jean-Luc Mélenchon ha cometido un error considerable al no condenar la violencia de los revoltosos. Ya se había engañado al contemplar a los “chalecos amarillos” como descendientes de los “sans-culottes”.

Había en el movimiento de los “chalecos amarillos” una componente reaccionaria de la que se ha aprovechado sobre todo la extrema derecha.

¿Quién es su revolucionario preferido? ¿Y quién merecería ser más conocido?

A.C.: En primer lugar, quiero expresar mi desacuerdo con lo que acaba de decirse, sobre todo acerca de los “chalecos amarillos” que defienden la justicia social y una República más democrática. Dicho esto, y para responderle, Robespierre merece ser defendido. También Danton, gran patriota, que desempeñó un papel de importancia. Y menos conocido, Jean-Baptiste Belley, alguien que es formidable. Antiguo esclavo convertido en miembro del Club de los Jacobinos, participa en la votación sobre la abolición de la esclavitud, el 4 de febrero de 1794. Se puede ver en Versalles su retrato pintado por Girodet. Con algunos diputados, estoy promoviendo que se traslade ese lienzo a la Asamblea Nacional.

L.J.: Mi personaje preferido sigue siendo Danton. Encarna la energía revolucionaria, la fuerza del verbo y la movilización para defender a la patria frente a sus enemigos: “¡Para vencerlos, nos hace falta audacia y más audacia, siempre audacia!” Estaba un tanto corrompido, desde luego, pero amaba la vida. Las mujeres revolucionarias son heroínas subestimadas. Olympe de Gouges, por ejemplo, fue guillotinada por Robespierre tras haber redactado la Declaración de Derechos de la Mujer y la Ciudadana y haber militado en favor de la abolición de la esclavitud. ¡Qué modernidad!

Laurent Joffrin conocido y veterano periodista francés, fue director del diario Libération y del semanario Le Nouvel Observateur en distintos periodos, y es autor de numerosos libros de divulgación histórica y actualidad política.
 
Alexis Corbière diputado en la Asamblea Nacional francesa perteneciente al grupo NUPES (Nouvelle Union Populaire Ecologique et Sociale) por una circunscripción de Seine-Saint Denis, y, anteriormente, a la France Insoumise, fue secretario nacional del Parti de Gauche. Es autor de ensayos sobre la Revolución Francesa como “Robespierre, reviens!” o “Jacobins!: Les inventeurs de la République".

Fuente:

L´Obs, nº 3073, 24-30 de agosto de 2023