Sinaloa México
EDITORES / GUILLERMO SANDOVAL G / M ROCÍO SÁNCHEZ B

LA CASA AZUL

La compraron en ruinas, era entonces solo bardas desnudas y húmedas, con un pasillo al lado que daba al patio, techado todo a dos aguas entre madera y láminas de cartón. El muro central de tabiques enormes y antiguos, lo único que ha permanecido y ahora divide la estancia del dormitorio. En aquel entonces había un gran patio con tres árboles frutales al fondo, un guamúchil, dos papayas y un melón rastrero enorme y dulce.

Era solo uno de decenas de los predios vendidos en concesión por los herederos de una familia pudiente. Lotes marismeños de dudosa procedencia, eso contaban los vecinos en las reuniones que se daban de vez en cuando en los abarrotes o por las tardes en cualquier esquina. Tener una guarida que se pagaría en abonos era un gran logro para una familia de diez integrantes donde el padre era músico y la madre, ama de casa.

Siete hombres y una mujer sin contar los fallecidos. Dos mujeres, madre e hija al servicio doméstico de ocho hombres. Ninguno de los vástagos llegó a la preparatoria salvo uno de ellos que se casó dejando una licenciatura trunca. Cuando se hubieron casado los primeros cinco, entre ellos la única hermana; las ruinas pasaron a ser de a poco una decente casa rescatada de tierras movedizas con una linda estancia, un lindo piso, comedor, una modesta cocina, tres dormitorios, una banqueta alta y un patio pavimentado. La casa estaba pagada sin un documento donde apareciera el nombre del dueño, solo un puñado de recibos que probaban la deuda saldada. Había un temor perenne que aparecía en los sueños de la madre donde un grupo de hombres vestidos de saco y portafolios, policías y otras personas desalojaban su casa, la hipotética propiedad pagada en abonos con la ilusión de que algún día sostuviera en sus manos un documento con la firma de la cabeza de ese hogar, su marido.

Nunca lo pudieron ver sus ojos porque muy pronto y con dos jóvenes adolescentes todavía, una mañana de marzo el padre murió repentinamente de una congestión alcohólica. Hábito que habrían de heredar  los dos varones mayores. Cuando todos se hubieron casado, la visita de estos dos hijos después de cada juerga se volvió frecuente. Unos días en la casa de la madre, mientras amainaban las aguas. Con el tiempo las visitas, las llamadas se espaciaron con la excepción de la hija que además de cumplir distintos roles en su vida se daba tiempo para atender a la madre. Hubo buenos tiempos en que la visita sorpresa de cualquiera de sus hijos la ponía feliz sin embargo los compromisos existenciales hacían cada vez más difícil estos momentos. Cada uno de los personajes de esta familia tenía siempre un motivo ineludible que no permitía el regreso a casa, la casa donde nacieron, la casa que la madre mantenía erguida ante todo tipo de tempestades, donde cuidaba de sus plantas, de ella.

Lo más difícil fue aquel invierno en que la madre visitó al doctor con un dolor abdominal. Fue la hija quien pudo acompañarla desde un inicio. Después de la consulta el médico general que después de estudios profundos indicó su traslado a su servicio médico familiar de la manera más urgente con la orden de cirugía y un diagnóstico aterrador.

Una estancia larga en el hospital después de una favorable intervención donde las esporádicas visitas dulcificaban un poco sus días y el cuidado permanente de su única hija permitió que pronto regresara a casa. La casa que lucía escueta cada día más, la casa que al fin tenía un documento que se fue pagando mes a mes con la mísera pensión que recibía la madre, un documento que la hacía al final propietaria y donde heredaba por partes iguales el derecho cada uno de sus hijos, una vez que ella ya no estuviera.

Autora: Alma Vitalis julio/2019