Sinaloa México
EDITORES / GUILLERMO SANDOVAL G / M ROCÍO SÁNCHEZ B

ELENA GARRO, EXILIO DEL PORVENIR

Por SERGIO NAVARRO.

Jardín Borda, 8:45 de la mañana. Helena toma una bocanada de esa atmosfera todavía prendida del perfume favorito de Carlota, o quizás de la loción que el archiduque usaba para encubrir el mal olor de sus verijas. Aspira de nuevo, da un último sorbo al café y eructa. El día ha iniciado normal, lejos de la región más transparente y más cerca del casquete gris que empieza a cubrir a la antes llamada “Ciudad de la eterna primavera”. Los cláxones desplazan a los trinos, como el smog a la neblina, y aquella luz que encendía las hojas de los árboles, apenas enfatiza la textura de las losetas de las plazas. Helena vuelve a engullir otra porción de aire y ahora le sabe a mierda.  Ante la presencia temprana de algunos visitantes, pregunta en voz alta: ¿Saben quién era Octavio Paz?… ¡Era un hijo de la chingada!, se contesta. Despachurra con ambas manos el vaso de cartón encerado y lo lanza al centro de un cubo de basura, luego escupe con desdén al piso.

 Elena Garro termina de alimentar a sus gatos, los cuenta. Trece, dice, y se pregunta si antes eran catorce. Repasa con la vista cada uno de los lomos y piensa que no tenía caso ponerles nombres, que de todas maneras se harían pendejos disimulando entender un lenguaje que no es el de ellos. Enciende el octavo cigarrillo de la mañana, exhala el humo por la boca para luego absorberlo por las fosas nasales. Tose un par de veces. Uno de los felinos yergue la cabeza como periscopio y ella no ve otra cosa que un par de bolas amarillas con intención de reproche. Sí, fumo mucho, pero a estas alturas me vale madres. Además, no es tu negocio, ¿acaso yo te amonesto porque te la pasas de holgazán todo el día? Tú a lo tuyo, por fortuna no eres reportero, gato cabrón.

 Juntos, el gobierno mexicano, 500 intelectuales y todos los fantasmas del 68 llegaron a imputarla y ella se enroscó, igual que una amonita, en el mismo sillón donde solía purgar sus desaciertos: esta vez no pudo soportar el peso descomunal de la carga. La recién ingresada al círculo de los “escritores malditos” tomo de la mano a su hija Helena, corrió al primer muelle y embarcó sin destino, buscando una respuesta que tardaría veinte años en regresar a su estado de pregunta. Así daba inicio la leyenda negra, el obligado ostracismo de la mujer y de la escritora. ¿Qué fue de aquel tiempo enredado entre trabalenguas en inglés y francés, de esos veranos tibios al amparo de cafés y parasoles, de los incómodos inviernos al calor exiguo del último leño en la chimenea? ¿Cómo fue estar alejada de las letras en tardes perfectas, ver a través de la ventana y sentir que la luz matutina desvanecía el primer renglón de un poema, el íncipit de la novela nunca escrita? Debió ser muy duro contener el torbellino interior, siempre a punto de manar como un incubo y tener que abortarlo.

 El aroma acido de la habitación maúlla el ambiente, lo impregna con trazos de pelos y rasguños, de ronroneos y almizcle felino. Nada escapa. Llega la lluvia con la tarde, empujando el telón del día sobre el rincón favorito de Elena y ella abre los ojos, apenas, develando un pequeño par de azabaches. Entre la niebla de nicotina ve pasar a Julia junto a Felipe Hurtado. Se besan, él le acaricia los senos y ella, a horcajadas, lo monta de frente. Sobre la raída alfombra del cuarto, el caballo de Felipe arrastra la brida como garra de gato. ¿Valía tanta pasión ahogar a un pueblo en sangre?, ¿qué otros recuerdos del porvenir podrían sellar el destino de nuestras vidas?, Elena piensa en Ixtepec. Enciende otro cigarrillo con la colilla del anterior y exhala un recuerdo a la par del humo, la tarde es noche y la lluvia espejos sobre el pavimento, la memoria:  almohada. Sigiloso, semioculto en la penumbra a unos cuantos pasos de ella, el general Francisco Rosas le apunta con el arma. Antes de apretar el gatillo, el militar sonríe con una dentadura perfecta, inmaculada, casi igual a las pretensiones de Octavio Paz. Dispara.

Yo sólo soy memoria y la memoria que de mí se tenga.